Se bajó de la Cruz
Por EDUARDO MARTÍNEZ BENAVENTE
Febrero 17, 2013
A los alemanes no les gusta hablar de su participación en la segunda guerra mundial, y menos a los sobrevivientes de esa hecatombe. Es un capítulo cerrado de su historia que los perturba y apena y que preferirían borrar para siempre. Fue tan traumática y humillante la derrota que eluden hacer cualquier comentario sobre el tema, y Joseph Ratzinger no es la excepción. En ninguna de las entrevistas que ha concedido ni en las biografías que se han escrito sobre su vida y obra, amplía información sobre esta experiencia. Muy pocos detalles se conocen de su adolescencia, casi niñez, cuando a los 14 años tuvo que dejar el seminario para afiliarse a las juventudes hitlerianas. La dirección de esa casa de estudios se negó en un principio a que sus alumnos, a quienes se consideraba sospechosos de estar en contra del régimen, se sumarán al nacionalsocialismo. Fue en 1939, cuando los nazis invadieron Polonia, que tuvieron que ceder y los seminaristas, como cualquier otro joven, ingresaron a las milicias como reservistas o fueron enviados a los campos de batalla. Su carácter rígido y distante seguramente que está marcado por esos acontecimientos.
A los 16 años participó como auxiliar de artillería antiaérea y se le destinó a la protección de una fábrica de la BMW en las afueras de Munich. Los bombarderos de los aliados que asolaron ciudades y pueblos de Alemania se ensañaron contra la capital de Bavaria provocando el hundimiento de una herencia cultural y arquitectónica de cuyos daños nunca podrán recuperarse. Sólo en julio de 1944 los aviones estadounidenses arrojaron un millón de bombas incendiarias. Las defensas antiaéreas nada podían hacer para detenerlos. Relata Jorg Friedrich, uno de los historiadores más reconocidos sobre el tema, en su obra El Incendio, que en los ataques de julio de ese año, los americanos usaron preferentemente bombas de ignición retardada que se quedaban en los huecos de los tejados y que horas o días más tarde estallaban derribando muros y matando a los moradores. Al final de la guerra la destrucción era absoluta. Como millones de soldados alemanes, Ratzinger desertó en los últimos días de la contienda y fue hecho prisionero en un campo cerca de Ulm por las tropas aliadas. Sólo revisando su biografía podremos entender los motivos de su taciturna personalidad.
La renuncia de Benedicto XVI es comprensible y justificada. Cualquier persona de 85 años de edad con el ritmo de trabajo y responsabilidades de un Papa debe retirarse de cualquier función pública. Vencido y desmoralizado por tantas traiciones y desobediencias no pudo soportar el reciente escándalo de un importantísimo jerarca de la Iglesia, el cardenal Roger Mahony de la arquidiócesis de Los Ángeles, acusado de haber protegido a 122 curas implicados en delitos relacionados con abusos de menores durante la década de los 80. Estas acusaciones quedaron plenamente demostradas ante una juez federal de la Corte Superiorde ese condado quien ordenó publicar más de 30 mil páginas de expedientes de los religiosos pederastas.
Por lo menos, en uno de estos casos se le pueden fincar responsabilidades al cardenal Norberto Rivera porque sabiendo de la conducta inmoral de uno de sus subordinados, el sacerdote Nicolás Aguilar, sobre quien pesan acusaciones de haber perpetuado abusos sexuales en contra de menores, lo transfirió a esa plaza para que la justicia mexicana no lo alcanzara. El cardenal Mahony ha sido destituido de su oficio y su arquidiócesis condenada a pagar a las victimas decenas de millones de dólares por concepto de indemnizaciones. La sanción no tiene precedentes en la historia moderna de la Iglesiay es previsible otra desbandada de católicos que se alejen de Roma. Las miserias de los hombres de Dios fueron una carga demasiado pesada que el Papa, anciano, cansado y enfermo, ya no pudo soportar. Pero no todo es negativo en la Iglesia, pues hay pastores como el arzobispo potosino Carlos Cabrero Romero, de quien nos debemos sentir muy orgullosos, que está del lado del pueblo animando la lucha de los jóvenes que se manifiestan en contra del incremento de la tarifa del transporte público, lo que ha provocado el enojo del gobernador y de los permisionarios.
Benedicto XVI, a quien podríamos llamar “Papa emérito” a partir del 28 de febrero, sustentó su decisión en lo que dispone el canon 333.2 del Código de Derecho Canónico, que le permite renunciar libremente a su cargo, sin necesidad de que el cuerpo cardenalicio acepte su decisión ni califique la gravedad de la causa que lo motivó a tomar tal determinación. Estoy seguro que nunca más lo veremos en público, pues como enemigo que es de los reflectores se retira a un monasterio a rezar, escribir y meditar. Se va un Papa acusado de haber sido un ultra conservador que sostuvo sobre viento y marea los principios rígidos e inamovibles de la Iglesia, pero que sin embargo, tuvo el atrevimiento de romper con una de las tradiciones vaticanas mejor guardadas que obliga a los pontífices a permanecer en su puesto hasta el último aliento de su vida. A los mexicanos nos espera un largo período de distracción por la cobertura abusiva y repetitiva que las televisoras le están dando a este proceso.
Creo que una de las opiniones más autorizadas en el mar de críticas y alabanzas que ha causado la renuncia papal es la del ex secretario de Juan Pablo II, el ahora arzobispo de Cracovia, cardenal Stanislaw Dziwisz, quien declaró:“De la cruz no se baja”, que algunos podríamos interpretar como una defensa a la memoria del papa polaco -al que fielmente sirvió- porque el alemán, en el 2010, seguramente que influido por la imagen decrépita y lastimosa que proyectaba su antecesor en los últimos años de su vida y para que nadie lo viera en esas condiciones, le advirtió al periodista alemán Peter Seewald para el libro La luz del mundo, que: “Cuando un Papa alcanza la clara conciencia de que ya no es física, mental y espiritualmente capaz de llevar a cabo su encargo, entonces tiene en algunas circunstancias el derecho, y hasta el deber, de dimitir”.
Febrero 17, 2013
A los alemanes no les gusta hablar de su participación en la segunda guerra mundial, y menos a los sobrevivientes de esa hecatombe. Es un capítulo cerrado de su historia que los perturba y apena y que preferirían borrar para siempre. Fue tan traumática y humillante la derrota que eluden hacer cualquier comentario sobre el tema, y Joseph Ratzinger no es la excepción. En ninguna de las entrevistas que ha concedido ni en las biografías que se han escrito sobre su vida y obra, amplía información sobre esta experiencia. Muy pocos detalles se conocen de su adolescencia, casi niñez, cuando a los 14 años tuvo que dejar el seminario para afiliarse a las juventudes hitlerianas. La dirección de esa casa de estudios se negó en un principio a que sus alumnos, a quienes se consideraba sospechosos de estar en contra del régimen, se sumarán al nacionalsocialismo. Fue en 1939, cuando los nazis invadieron Polonia, que tuvieron que ceder y los seminaristas, como cualquier otro joven, ingresaron a las milicias como reservistas o fueron enviados a los campos de batalla. Su carácter rígido y distante seguramente que está marcado por esos acontecimientos.
A los 16 años participó como auxiliar de artillería antiaérea y se le destinó a la protección de una fábrica de la BMW en las afueras de Munich. Los bombarderos de los aliados que asolaron ciudades y pueblos de Alemania se ensañaron contra la capital de Bavaria provocando el hundimiento de una herencia cultural y arquitectónica de cuyos daños nunca podrán recuperarse. Sólo en julio de 1944 los aviones estadounidenses arrojaron un millón de bombas incendiarias. Las defensas antiaéreas nada podían hacer para detenerlos. Relata Jorg Friedrich, uno de los historiadores más reconocidos sobre el tema, en su obra El Incendio, que en los ataques de julio de ese año, los americanos usaron preferentemente bombas de ignición retardada que se quedaban en los huecos de los tejados y que horas o días más tarde estallaban derribando muros y matando a los moradores. Al final de la guerra la destrucción era absoluta. Como millones de soldados alemanes, Ratzinger desertó en los últimos días de la contienda y fue hecho prisionero en un campo cerca de Ulm por las tropas aliadas. Sólo revisando su biografía podremos entender los motivos de su taciturna personalidad.
La renuncia de Benedicto XVI es comprensible y justificada. Cualquier persona de 85 años de edad con el ritmo de trabajo y responsabilidades de un Papa debe retirarse de cualquier función pública. Vencido y desmoralizado por tantas traiciones y desobediencias no pudo soportar el reciente escándalo de un importantísimo jerarca de la Iglesia, el cardenal Roger Mahony de la arquidiócesis de Los Ángeles, acusado de haber protegido a 122 curas implicados en delitos relacionados con abusos de menores durante la década de los 80. Estas acusaciones quedaron plenamente demostradas ante una juez federal de la Corte Superiorde ese condado quien ordenó publicar más de 30 mil páginas de expedientes de los religiosos pederastas.
Por lo menos, en uno de estos casos se le pueden fincar responsabilidades al cardenal Norberto Rivera porque sabiendo de la conducta inmoral de uno de sus subordinados, el sacerdote Nicolás Aguilar, sobre quien pesan acusaciones de haber perpetuado abusos sexuales en contra de menores, lo transfirió a esa plaza para que la justicia mexicana no lo alcanzara. El cardenal Mahony ha sido destituido de su oficio y su arquidiócesis condenada a pagar a las victimas decenas de millones de dólares por concepto de indemnizaciones. La sanción no tiene precedentes en la historia moderna de la Iglesiay es previsible otra desbandada de católicos que se alejen de Roma. Las miserias de los hombres de Dios fueron una carga demasiado pesada que el Papa, anciano, cansado y enfermo, ya no pudo soportar. Pero no todo es negativo en la Iglesia, pues hay pastores como el arzobispo potosino Carlos Cabrero Romero, de quien nos debemos sentir muy orgullosos, que está del lado del pueblo animando la lucha de los jóvenes que se manifiestan en contra del incremento de la tarifa del transporte público, lo que ha provocado el enojo del gobernador y de los permisionarios.
Benedicto XVI, a quien podríamos llamar “Papa emérito” a partir del 28 de febrero, sustentó su decisión en lo que dispone el canon 333.2 del Código de Derecho Canónico, que le permite renunciar libremente a su cargo, sin necesidad de que el cuerpo cardenalicio acepte su decisión ni califique la gravedad de la causa que lo motivó a tomar tal determinación. Estoy seguro que nunca más lo veremos en público, pues como enemigo que es de los reflectores se retira a un monasterio a rezar, escribir y meditar. Se va un Papa acusado de haber sido un ultra conservador que sostuvo sobre viento y marea los principios rígidos e inamovibles de la Iglesia, pero que sin embargo, tuvo el atrevimiento de romper con una de las tradiciones vaticanas mejor guardadas que obliga a los pontífices a permanecer en su puesto hasta el último aliento de su vida. A los mexicanos nos espera un largo período de distracción por la cobertura abusiva y repetitiva que las televisoras le están dando a este proceso.
Creo que una de las opiniones más autorizadas en el mar de críticas y alabanzas que ha causado la renuncia papal es la del ex secretario de Juan Pablo II, el ahora arzobispo de Cracovia, cardenal Stanislaw Dziwisz, quien declaró:“De la cruz no se baja”, que algunos podríamos interpretar como una defensa a la memoria del papa polaco -al que fielmente sirvió- porque el alemán, en el 2010, seguramente que influido por la imagen decrépita y lastimosa que proyectaba su antecesor en los últimos años de su vida y para que nadie lo viera en esas condiciones, le advirtió al periodista alemán Peter Seewald para el libro La luz del mundo, que: “Cuando un Papa alcanza la clara conciencia de que ya no es física, mental y espiritualmente capaz de llevar a cabo su encargo, entonces tiene en algunas circunstancias el derecho, y hasta el deber, de dimitir”.